domingo, 18 mayo 2025

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Francisco, el Papa del Corazón

Francisco ha sido el Papa de mi juventud, el que nos enseñó a los jóvenes que no podíamos tener 'cara de pepinillos en vinagre'

El pasado lunes de Pascua, las campanas de la Basílica de San Pedro resonaron con el inconfundible toque de réquiem, anunciando al mundo el fallecimiento del Papa Francisco. A los 88 años, tras doce intensos años al frente de la Iglesia Católica, Jorge Mario Bergoglio partía a la Casa del Padre. Su papado quedará en la historia como el de aquel pastor que dio voz a los pobres y a los descartados, que tendió la mano a las periferias y que predicó, más que con discursos, con gestos concretos y con el corazón en la mano.

Con su partida, se cierra una trilogía única de tres Papas en la historia contemporánea de la Iglesia, una suerte de pedagogía divina que puede entenderse como lo que es el ser humano: Razón, Fe y Corazón. Como si el Espíritu Santo hubiera querido revelarnos las dimensiones del hombre a través de tres pontífices que encarnaron, cada uno a su modo, una faceta esencial del alma humana. Juan Pablo II representó la Razón, Benedicto XVI la Fe, y Francisco, el Corazón.

Juan Pablo II, filósofo y hombre de ideas claras, recogió el reto del Concilio Vaticano II, que había concluido en 1965 con un impulso de renovación para la Iglesia. En un contexto de crisis de vocaciones, pérdida de identidad y secularización creciente, el pontífice polaco se convirtió en una roca firme que asentó los cimientos de la Razón. Con su carisma y una sólida antropología cristiana, supo ofrecer respuestas a los desafíos del mundo moderno. Fue un Papa de multitudes, especialmente de jóvenes, a quienes lanzó aquel inolvidable “¡No tengáis miedo!”, y dejó un legado indeleble en la lucha por la dignidad humana, la libertad y la verdad.

Benedicto XVI, el teólogo sereno, asumió la tarea de profundizar en el legado intelectual y doctrinal de su predecesor. Fue guardián de la Fe, pero también testigo humilde de su propia fragilidad cuando renunció al pontificado. Su claridad teológica y su defensa del núcleo más íntimo de la tradición cristiana sirvieron para consolidar los fundamentos rescatados por Juan Pablo II.

Y luego llegó Francisco, el Corazón. El primer Papa latinoamericano, el primer jesuita en el trono de Pedro, el primer pontífice que eligió llamarse como el poverello de Asís. Francisco entendió que la Iglesia había redefinido su misión en el Vaticano II y que era el momento de llevar ese mensaje a todos los rincones del mundo. Supo traducir la doctrina en compasión, la tradición en cercanía. Habló de corazón a corazón, y por eso, quizás, llegó tan hondo.

Francisco ha sido el Papa de los gestos. El Papa de la misericordia, de la ternura, de la sencillez. A veces menos teológico, más testimonial. Un Papa que enseñaba contando sus propias historias, que no temía mostrarse vulnerable, humano. Que hablaba bajito, que abrazaba al doliente, que no esquivaba el sufrimiento ajeno. Que nos enseñó a mirar a los otros en un mundo que cada vez mira más hacia sí mismo. Que nos recordó que el centro de la vida no está en uno mismo, sino que hemos venido a servir a los demás.

En un momento histórico en el que muchos han abandonado la fe y la razón, Francisco ha recordado que el corazón es también un camino posible para llegar a Dios. Su insistencia en que “Dios nos primerea” —esa expresión que inventó para decir que Dios toma siempre la iniciativa en amarnos— es tal vez la mejor síntesis de su papado.

Francisco ha sido el Papa de mi juventud, el que nos enseñó a los jóvenes que no podíamos tener «cara de pepinillos en vinagre» —una expresión argentina para referirse a las caras de tristeza. Nos animó a sonreír, porque Dios nos quiere con locura y no hay razones para estar tristes. Su mensaje de alegría es otro de sus grandes legados.

Pero no todo ha sido fácil. Como todo pontificado, el de Francisco también ha estado marcado por momentos de tensión, algunas incomprensiones y no pocos debates. Su estilo directo, a veces improvisado, y su forma de abordar ciertos temas complejos han generado desconcierto en algunos sectores más sensibles a la claridad doctrinal. Pero no se puede entender plenamente su figura sin mirar al lugar de donde viene: América Latina, una tierra herida por desigualdades, donde la fe se vive muchas veces desde el sufrimiento y la esperanza. Francisco ha hablado desde ahí, desde una Iglesia que acompaña, que se arrodilla para servir, y que busca, ante todo, no dejar a nadie fuera —aunque ese afán inclusivo haya dado lugar, en ocasiones, a malentendidos y polémicas.

Pese a todo, Francisco deja una Iglesia muy viva. Un mundo que parece resurgir espiritualmente y donde los jóvenes han vuelto a mirar al cielo con esperanza. Son incontables los movimientos juveniles, las comunidades y las nuevas formas de vivir la fe que han nacido o se han revitalizado durante esta etapa. Aquella famosa frase “¡Hagan lío!” no solo ha sido un eslogan, ha sido una llamada a transformar el mundo desde lo cotidiano, a levantarse del sofá y atreverse a aceptar propuestas desafiantes. Después del comunismo, de la revolución sexual, del desencanto de las ideologías y del vacío de la cultura woke, Francisco ha encendido en muchos corazones una chispa de Evangelio auténtico.

No sería justo ocultar que la Iglesia se enfrenta hoy a grandes desafíos. Cuestiones urgentes como los debates sobre bioética y tecnología, las tensiones litúrgicas, el papel de la mujer en la Iglesia, el camino sinodal alemán, las persecuciones a cristianos silenciadas por los grandes focos mediáticos… son solo algunas de las batallas que aguardan al próximo pontífice. La barca de Pedro sigue navegando en aguas agitadas.

Pero frente a todo esto, a los que somos creyentes nos queda la esperanza. Esa virtud que nos recuerda que todo es para bien. Que no estamos solos. Que el Espíritu Santo no se jubila. Que la historia no está abandonada al azar, sino habitada por un Dios que sigue escribiendo recto con líneas torcidas.

Y que, en el corazón de la historia reciente de la Iglesia, será recordada por siempre la figura de un Papa que recordó al primer mundo que el tercer mundo es mucho mayor en personas y en territorio. Que murió con las botas puestas trabajando hasta el día antes de morir. Que nos recordó que la verdadera revolución empieza en las cosas pequeñas. Que el Evangelio es buena noticia que todo el mundo tiene que conocer y que es capaz de cambiar vidas. Y que Dios, sí, nos sigue primereando.

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